miércoles, 27 de enero de 2010

SOÑAR CON COCODRILOS

Dicen que soñar con cocodrilos es signo de mal agüero, que alguien cercano intenta hundirte con malas artes (el cocodrilo representaría a un policía o un comerciante desleal). O que tus instintos animales, tus vicios más ocultos, están saliendo a flote.
Y las dos posibilidades podrían ser ciertas, la verdad: no quiero hablar ahora de las inspecciones-sorpresa o las redadas policiales cuando mis chicos intentan repartir publicidad del Sunshine, y, bueno, tampoco voy a reconocer que sí, que mis bajos instintos están más desatados aquí en África (¡¡Humm, y qué rico!! Me siento viva cada día).
Pero en realidad creo que la razón por la que soñé con uno es más simple: es que hay uno en la laguna que está entre nuestro chiringuito y el hotel Ocean Bay. Lo vi hace un año. Es pequeñito y muy mono; los turistas vienen a verlo y le sacan fotos cuando hay suerte. Sin embargo, cuando a veces recorro sola el camino de casa al Sunshine por las noches –en total oscuridad si no hay luna– no puedo evitar pensar: «¿Y si no está solo? ¿Y si su mamá, su papá, titos, primos y demás familia están con él? ¿Y si les da por salir de paseo?». Y luego, cuando ya he llegado y me siento en mi mesa del rincón, resoplo y me digo: «¡Qué tonta! Si los cocodrilos no salen de su charca..., que, además, está lo suficientemente lejos...». Y me tomo una cerveza alegrándome de estar viva; de sentirme viva cada día, quiero decir...
Ay, pero es que la semana pasada leí que el cocodrilo del Nilo –que es la especie que tenemos aquí–, aunque normalmente vive en lagos y ríos, es capaz de recorrer largas distancias por mar. Y claro, entonces fui y soñé que me estaba bañando en la playa –la nuestra está en el estuario del río Gambia– y que de repente me entraba un miedo terrible a que apareciera un cocodrilo, y quería salir del agua, y las olas me hacían ir demasiado despacio, y yo corría y corría hacia la arena...
No creo que la culpa de mi sueño la tenga mi competidor desleal, ni mis instintos más salvajes, ni siquiera el pobre cocodrilito que vive en la laguna cercana..., no, la culpa es definitivamente de Steven Spielberg, que me dejó traumatizada con sus malditos tiburones, a los que ahora yo, por simple localización geográfica, he de añadir los cocodrilos...


lunes, 11 de enero de 2010

MI JARDÍN: EL HOMBRE

Mi jardín es todo un mundo mágico y maravilloso donde pueden suceder las cosas más extrañas. Algún día hablaré sobre las criaturas que lo habitan o pasan por él (ahora ando loca con un grupo de abubillas arbóreas verdes que me hacen las mil delicias). O contaré sobre la repentina invasión que sufrí una mañana para celebrar una boda secreta. O sobre el jardinero que se autocontrató y al que me encontré trabajando por sorpresa un día. O de cuando se convirtió en un gimnasio para los chicos del barrio. O de cuando un hombre apareció muy temprano a la puerta de casa sin nosotros saber cómo traspasó la del jardín para atravesarlo...
Pero hoy tengo que hablar de otro hombre, del que se me coló el sábado.
Era temprano por la tarde –aún hacía calor y el sol lucía bien visible– cuando tocaron suavemente a la puerta exterior, la del jardín. Abrí confiada pensando que era alguno de los chicos “Sunshine” a buscar agua otra vez –que ese día estaba cortada en todo Bakau y que ellos saben yo atesoro en dos grandes cubos porque en mi casa está cortada casi siempre– y me encontré con un señor mayor que, haciendo gestos con las manos hacia dentro y murmurando algo en mandinka, entró con decisión.
Aquí se reverencia a las personas mayores; a los hombres que pintan canas y arrugas se les llama “Uncle” o“Daddy”, y se les trata con mucho respeto, así que yo, al ver que este daddy entraba como Pedro por su casa, pensé que era un daddy mandado por el Daddy arrendador a comprobar algo, o quizás el fontanero (al que llevamos un año esperando). Viendo que no hablaba inglés le pregunté si era el “plumber” señalando las tuberías viejas y el me dijo que sí con movimientos afirmativos de cabeza. Pero no. No era el “plumber” ni caminó hacia las instalaciones del agua, sino que me siguió por el jardín y trató de entrar conmigo dentro de la casa, a donde yo me dirigí nerviosa para telefonear a Lamin –mi pareja, para que viniera a ayudarme–. Allí, a la puerta, le cerré el paso y me fijé mejor en él: iba desaliñado, con los ojos enrojecidos y las uñas de los pies –sucias– tan largas y retorcidas que casi se le salían de las esclavas y se clavaban en el suelo... Traté de preguntarle lo que quería mientras caminaba otra vez hacia el jardín haciendo que me siguiera, pero él sólo respondía incoherencias en mandinka... Entonces me di cuenta de que era uno de esos hombres locos que vagan por las calles y, un poco asustada, me dirigí a la casita del jardín donde mi cuñado Alagie dormía. «Sal a ayudarme, por favor, sal, que no entiendo nada». Él tardó un poquito en venir afuera y otro poquito en entender lo que quería El Hombre: dinero para pagar la renta, decía... Como pudimos lo dirigimos hacia el exterior y Alagie, ya en la carretera de tierra roja –y mientras los guardianes del compound de al lado nos hacían señas para que no le creyéramos ni le diéramos nada–, le explicó que no podíamos ayudarlo porque también éramos pobres.
Pero un Daddy es un Daddy, aunque esté loco. Y Alagie regresó a su habitación, rebuscó en sus bolsillos y volvió a salir para entregarle 10 dalasis. Las canas aquí se respetan siempre. Y la pobreza de los más pobres que tú también.
(Estaba terminando de escribir esta entrada cuando han tocado a la puerta del jardín otra vez –dos días después– con esos golpecitos suaves. Esta vez abrí con cautela y dispuesta a cerrar rápidamente si la ocasión lo requería... Y me encontré con otro daddy de ojos extraviados: ¡¡el fontanero!!)


sábado, 9 de enero de 2010

REYES MAGOS EN KARTUNG

Aquí los regalos son algo muy importante. Cuando alguien viene de Europa –turistas, amigos, familiares–, los gambianos y los residentes de largo tiempo siempre agradecemos cualquier cosita que puedan dejarnos: ropa –nueva, usada, o «de moda»–; perfumes o cosmética difícil de conseguir; zapatos o teléfonos móviles –que aquí se estropean con mucha facilidad por el clima y el estado de las carreteras–... Por mi parte, siempre que alguna visita me pregunta qué puede traerme, hay algo –aparte de una cremita hidratante, algún libro, o embutido– que no falla: un par de latas de berberechos.
Hace dos semanas vino mi hermana, pero la mala suerte, o mejor dicho, la desastrosa actuación de Spanair, hizo que sus maletas no llegaran y junto con su ropa y enseres personales, perdidos en el limbo aeroportuario, se quedaron mis regalos: un libro, alguna prenda de ropa, ¡salmón ahumado!, ¡chorizo de Teror!, ¡y dos latas de berberechos!
Éstas han sido unas fiestas navideñas un poco desnavideñadas, por algunos problemas familiares en España y porque el día de Nochebuena estuve «sola», quiero decir sin la compañía de ningún familiar o amig@ de allá, del mundo blanco y cristiano, sí mi gente de aquí, para los que por suerte o por desgracia la Navidad no significa nada... Luego llegó mi hermana, cansada y sin maletas, y el 31 de Nochevieja se vio sólo alegrado por la presencia de un grupo de españoles con los que estuvimos tamboreando en el Sunshine hasta las tres de la mañana.
Así las cosas, ella sin maletas y nosotros capeando la crisis como podemos, decidimos «pasar» de las fiestas y de los regalos de los Reyes Magos, y organizamos una excursión a las playas del sur para el miércoles siguiente. Sólo unas horas después de levantarnos y cuando ya salíamos en el coche nos dimos cuenta de que precisamente era 6 de enero, día de Reyes. Cuando llegamos a la playa de Gunjur –larga, solitaria, con ese paisaje maravilloso de vegetación tupida hasta la orilla– y nos echamos a caminar, nos topamos con un regalo inesperado: la arena estaba cubierta de conchas y caracolas de todos los tamaños y colores. Mi hermana y yo nos miramos y sonreímos: ¡Ya tenemos nuestros reyes! Algunas eran tan grandes que de inmediato exclamé: ¡Ya tengo mis ceniceros! Y es que precisamente unos días antes había advertido que los del Sunshine estaban desapareciendo a un ritmo vertiginoso –seguramente llevados como recuerdos– y que necesitaba comprar unos nuevos...
Luego seguimos nuestro camino hacia el sur; queríamos ver la playa de Kartung, pero por alguna extraña casualidad, Lamin –que conducía– no lo entendió y nos bajó directamente al río, donde ya entré en éxtasis Mágico-Real cuando vimos a unas mujeres sacando y trasteando con cestas llenas de moluscos que resultaron ser ¡¡berberechos!!
¡¡¿Quién dijo que los Reyes Magos no existen?!!








DE VUELTA


Sí, ya sé que hace mucho que regresé a Gambia y mucho que no escribo, pero es que ese viaje a Gran Canaria me sacó de mi mundo y del tono anecdótico que pretendía para este blog; por no hablar de la experiencia con la embajada española en Dakar –con un trato vejatorio, despótico e irónico por parte de algunas personas (en las largas colas de los negros, por supuesto)–... Total, que no me apetecía hablar de ello y fui dejándolo para cuando recuperara mi estado “natural” y mi registro gambiano.
Ya llevaba más de un mes aquí cuando decidí que había llegado el momento de continuar con mis pequeñas vivencias en Bakau y dejar para más adelante ese agujero de tres meses –retomándolo, quizás, en un futuro de forma retrospectiva y con el velo reparador del tiempo y la distancia–; pero entonces murió Rastamán, uno de los nuestros en la playa y en el Sunshine, y volví a descolocarme...
El miércoles, día de los Reyes Magos en España, recibí algunos regalos inesperados y realmente mágicos por parte de Gambia y la Naturaleza (lo subo en el siguiente post), y con ellos las ganas de seguir con mis pequeñas historias cotidianas. ¡Aquí estoy de nuevo!