sábado, 13 de febrero de 2010

LA CASA DE LOS ESPÍRITUS

Esta semana iba a hablar del susurro del diablo. Lo escuché clarito el otro día de madrugada, antes de los rezos del amanecer. Estaba dormida y me despertó un susurro espeluznante al lado de mi ventana. Primero pensé que me lo había imaginado, pero cuando lo oí por segunda vez ya no supe qué pensar. Me asusté. Era una escalofriante voz ronca, muy cercana, casi dentro de mí: «Aaaaaah... Aaaaaah...». Esos días había estado hablando con un joven mandinka muy emprendedor que ha tenido mucha mala suerte con los diferentes negocios que ha intentado en el último año y que estaba convencido de que alguien trataba de hundirlo con magia negra; me advirtió de que seguramente también estaban yendo a por mí, porque ese «alguien» quiere ser el Rey de Bakau y enferma de celos cuando a otros les va bien... Lo sabemos. Y mucha gente de por aquí le odia tanto como le teme, y cree que tiene poder para hacer que enfermemos, volvernos locos o, incluso, empujarnos al suicidio o a una muerte repentina... ¡Uf!
«Joder –pensé–, a ver si van a tener razón y me han echado al diablo encima, o me estoy volviendo loca...». Pero yo lo escuchaba clarito, clarito... Primero: «Aaaaaah... Aaaaaah». Después: «Baaaaaah... Baaaaaah». Y al rato: «Beeeeeeh... Beeeeeeh». ¡Era una cabra! Por la voz bronca, casi humana, me imaginé un viejo macho cabrío, seguramente enfermo, ya moribundo, y de todas formas muy parecido a esas representaciones que se hacen del diablo con cabeza y patas de cabra... Sí, debían de parecerse, ¡hasta hablaban igual!
Sólo al par de días descubrí en el compound de los vecinos que no se trataba de un macho viejo y diabólico, sino de un baifito muy tierno al que acababan de separar de su madre. Aunque siguió pareciéndome extraño que aquella voz aterradora saliera de un animalito tan adorable...
Hoy, cuando me senté al ordenador, dudaba si escribir sobre el susurro de un diablo inexistente o no, y mientras pensaba en ello el diablo se escapó y se me echó encima otra vez. Las luces de la casa empezaron a encenderse y a apagarse; los ventiladores también; la conexión a Internet iba y venía; el aparato de música se volvió más loco de lo que suele estar normalmente; y todos los enchufes comenzaron a susurrar endiabladamente...
Ya he comentado en alguna ocasión que esta casa es una ruina. Fue una de las primeras en construirse en esta zona –al borde de la playa de Cape Point– ahora llena de chalecitos y mansiones de gente importante, y, en consecuencia, el patito feo de la calle. Está tan vieja que no hay nada que funcione medianamente bien: las tuberías no tienen capacidad para traer agua cuando otros vecinos la están usando –o sea, casi siempre–; las termitas se comen las puertas; las salamanquesas, lagartijas, arañas gigantes... se esconden detrás de los cuadros; las avispas anidan en los mosquiteros rotos de las ventanas; las cerraduras abren cuando quieres cerrar o se cierran para siempre cuando quieres abrir; las cisternas se rebosan cuando tienen agua; el termo no calienta... El dueño, como vivía en el Congo, ha ido poniendo parches como ha podido, y nosotros, como no podemos permitirnos mudarnos ahora, hemos aguantado como hemos podido también. Como poco coco como, poco coco compro... (No, no me he vuelto majara, es que advertí cuántos «como» he escrito en la última frase. Pero queda bonito).
Hoy ha pasado Sandra por aquí. Venía a llevarse algunos libros entre los que se encontraba La casa de los espíritus, que todavía no había leído. Ella –catalana pero residente en Bakau desde hace unos meses y acostumbrada ya a los «pequeños» inconvenientes de nuestra vida diaria aquí–, se quedó asombrada cuando vio que las luces se encendían y apagaban como locas y que los ventiladores comenzaron a soltar estertores demoníacos. «Nena –me dijo agarrando el libro de Isabel Allende–, yo me voy, que La casa de los espíritus ya la tienes tú aquí».

(Más tarde llegaron los de NAWEC –National Water & Electricity Company–. Por una vez el problema no estaba dentro de la casa, sino en el poste de fuera, y lo solucionaron rápidamente. Todo ha vuelto a la «normalidad». Y por fin he podido volver a utilizar el ordenador y sentarme a escribir esta entrada sin más diablos que me molesten).

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